Chicas, lo confieso: tuve un fin de semana -y un lunes, por cierto- de lo más improductivo. Los únicos acontecimientos memorables fueron, de un lado, la victoria de España en la EUROCOPA -aprovecho la ocasión para rendir homenaje a LA ROJA- y, de otro, la triste constatación de que aún existen hombres más salidos que el pico de una esquina. Yo pensaba -¡qué tonta, Afrodita!- que el macho ibérico era una especie en peligro de extinción. Pues no, señoras, los hay que todavía no miden el alcance de sus comentarios. ¡Qué asco me dan! No quiero que me toméis por la típica feminista exaltada, no soy de esas que se pasan el día reivindicando la igualdad de género, entre otras cosas porque siempre he creído en lo imposible de dicha causa. Lo que ocurre es que últimamente me ha dado por fijarme en detalles que antes apenas si llamaban mi atención. Es ahora, recién estrenada la treintena, que me sale la vena reivindicativa. Supongo que son cosas de la edad, o de estar sola, vete tú a saber.
El caso es que el sábado por la tarde, presa de un aburrimiento insoportable, decidí salir a pasear. Cordelia Pulguitas -mi perra- se puso a dar saltos de alegría, estaba tan contenta y tan entusiasmada y tan ansiosa por ir a la calle que resultó harto difícil abrocharle el arnés. Lo cierto es no había previsto llevarla conmigo, pero su mirada de cordero degollado me convenció. Cordelia Pulguitas tiene la facultad de doblegarme, está demasiado mimada, y demasiado consentida, y es demasiado caprichosa, pero, como no tengo hijos, sus deseos son ordenes para mí, que diría el genio de la lámpara mágica.
El paseo, por desgracia, no fue todo lo satisfactorio que esperaba. Cordelia Pulguitas decidió detener la marcha frente al escaparate de un zapatería infantil. El dueño de la tienda, un hombre con cara de oveja escocida, supongo que movido por la curiosidad -no en vano tengo una perra preciosa, está mal que lo diga, pero es verdad-, salió del comerció -así me lo contó- para observar de cerca al animal. Cordelia Pulguitas -todo lo que tiene de guapa lo tiene también de descarada- se puso panza arriba, y aquel miserable, ya en cuclillas, comenzó a tocarle la tripita como si estuviera acariciando el cuerpo de MICHELLE BUNDCHEN, ciertamente daba la impresión de estar gozándolo. Fue entonces que levantó la cabeza, me miró con ojos de depravado y dijo: "Todas las perras sois iguales, siempre os abrís de piernas". Yo -claro está- me quedé petrificada, sin habla, la voz no me salía del cuerpo, estaba tan sorprendida por lo hiriente y vergonzoso y humillante de su comentario que apenas podía pronunciar palabra. Cuando conseguí reaccionar -no daba crédito a lo que había escuchado-, cogí a Cordelia Pulguitas entre mis brazos y me fui a casa ofendida e indignada, casi llorando.